TIERRA FLORECIDA



De los poemas de Reyna Esperanza Cruz Hernández muchos son los versos prendidos a mi memoria, estampas orgánicas que quedaron impresas para siempre al  leerlos  por primera vez. Me acompañan, entre otros, esta diminuta y atómica muestra: «Mañana puede ser este fuego que me alumbra»,  «Para entonces podrá no ser presencia/ el camino… », «Tú y yo nunca tendremos una casa común», «Amores sin historia, atados siempre a la palabra ausencia», «Amores que no tienen una tumba», «Amores que se mueren en silencio porque silencio ha sido su lenguaje», «En polvo se convierte la armadura, la máscara sin lumbre me la quito. Vuelvo a la adolescencia de paloma, rompo mi nido y lo construyo luego», «Convierto en flor la espina malgastada», «…toma esta mano desnuda sobre el fuego», «La mesa donde escribo y alimento/la sed de hacer posible el imposible». Estos son versos que guardo con el nombre de Primera etapa de Reyna Esperanza Cruz, caracterizados por la presencia predominante, casi absoluta, de la métrica del soneto, sonetos que se iban destrezando ante mis ojos, descubriendo el valor lírico de los mismos, lirismo que en una inicial lectura a veces quedaba oculto en la trenza, en la métrica que el soneto obliga o sugiere.



Pero la plenitud que la poesía proporciona cuando eleva nuestro pecho y lo deja caer en suspiro grande fue cuando llegué a los poemas que he llamado La nueva etapa de Reyna Esperanza Cruz. Ha sido ahí donde encontré «Yo siempre fui una isla y tú el océano» y otros poemas de igual trascendencia y de mayor recepción en mí, por ser más cercanos al estilo que intento en mis versos: la métrica de su propia ausencia —métrica de la ausencia de métrica—por la que siento predilección, tal vez porque me confiere libertad al escribir, o tal vez porque sea más próxima al desorden ordenado —o no tan ordenado— de mi modo de ser.



Varias veces me he preguntado por qué cuando lo leí pensé que si algún día escribía algo sobre la poesía de Reyna Esperanza, éste sería el poema que habría de tomar como referente fractal para hablar de ella. Varias han sido las veces que lo he leído, intentando descifrar la respuesta en los sentimientos que despiertan; y siempre es el agua y el azul quienes se presentan ante mí: la libertad del agua que sentimos cuando estamos rodeados de océano y mar. Agua como metáfora, porque toda persona es tierra y como tierra necesita del agua, persona igual a isla, así se describe Reyna Esperanza en sus versos; pero también como persona retirada del mundo, por la distancia inmensa de agua que la aísla del resto de las islas y continentes, unas tierras más cercas, otras más lejanas, compartiendo el mismo sentimiento de lejanía aunque sea más corto o más largo el camino para llegar, para dar el salto y llegar al otro lado. Pero el agua tiene también otro efecto en la persona que la mira. El agua borra en su visión las distancias, las diluye; y agranda o apacigua serenas las alegrías y atempera las tristezas. La libertad del agua, la libertad de diluirnos y de regresar de nuevo. Al leer el poema, me dije: Cómo se nota que vive en una isla.



Gratifica interiorizar el sentir que dibuja Reyna Esperanza en su poema: acude al océano, se lo apropia y orgánicamente expresa con él su amor y desamor, la compañía y el abandono de alguien que le proporcionaba playas convirtiéndola en isla. Metáfora donde el océano es ese alguien que un día estuvo, sin estar del todo, y que ahora de ninguna manera está: el desierto de la ausencia absoluta del agua. Tal vez en algún momento de nuestras vidas todos hemos sentido enamoramiento de alguien cuya presencia no llegó a dibujarse plenamente; pero que a pesar de ello sí logró el ensueño de nuestra mente, el tránsito por los caminos que el corazón y la mente tienen para desprendernos del suelo y volar, porque somos criaturas terrestres, pero también criaturas del aire: el amor, la sensualidad, la pasión, la placidez de cuerda vibrante que al mero roce del aire canta.



Y así Reyna Esperanza Cruz nos dice: «Aunque nunca llegaste a mis cavernas», «estabas siempre ahí para que yo pudiese tener playas». 



O tal vez sí hubo correspondencia en los sentimientos, pero su intensa presencia careció de la sutileza, de la sensibilidad, de la finura para llegar a lo más íntimo de ella, donde además él también se hubiese encontrado con su propia intimidad, con una intimidad nueva, resultado del encuentro con la intimidad de ella, intimidad nueva de los dos, de la unión de lo que existe en silencio y en soledad de cada uno: tierra nueva para continuar caminando, que se adiciona a las tierras anteriores, imitando los anillos de un árbol.



Reyna Esperanza se entronca con el mar, elemento de la naturaleza semejante en contenido y forma a lo que ella siente: ella, árbol-isla; y el mar un manto, un tornado, una enredadera que la expresa. De la naturaleza toma lo que tiene más similitud con la persona que una vez estuvo y ahora no está; pero el mar también guarda semejanza con ella, el mar es él, pero también es ella, porque cuando él se va, ella es el lecho, la geografía de lo que el agua oculta, la orografía y las cavernas al descubierto, cuando el mar se retira, quedando reducida a solo tierra: «y ahora que el anunciado fin del mundo/ha llegado tan sólo hasta tus aguas/no soy más una isla/sino tierra / florecida tan sólo por ser tierra».



Su presencia le proporcionaba playas, la sensualidad del agua: «estabas siempre ahí para que yo pudiese tener playas.» Con él tenía la pasión de no estar en el suelo, la liberaba de lo ordinario, de las cosas que agarran los latidos del corazón a los pies y lo arrastran. El ser humano no sólo es mamífero que camina, el ser humano también tiene alas. Pero a pesar de su fuerte presencia, la poeta Reyna Esperanza Cruz le advierte que nunca tuvo su aliento el calor necesario para desvanecer los velos más escondidos. No alcanzaron la nada, el clímax de uno más uno no es dos, el clímax de una cifra indescifrable donde no hay suma de lo aparente, sino de lo que se esconde detrás: suma de uno más uno igual a uno.



Lo curioso es que Reyna, en uno de los versos, nos dice que después de él irse, ella llega a sus cavernas y que quizás sea la gaviota que otea sus propias cuevas: queda al descubierto. Tal vez él la abarcara de modo imperial y ella se olvidara de sí misma, dejándose llevar en las tormentas de estruendo o de paz de su presencia, que en cierto sentido la ocultaba, pero también le brindaba peces: «o tal vez la gaviota/que otea en su interior/buscando peces».



Qué modo más original el de Reyna Esperanza Cruz de dibujar, de enrolarse con el mar para desde él hablar de ella. En poesía es bastante recurrente ir al mar y personificarlo en los sentimientos vitales y por eso mismo, por ser destino y elemento tan utilizado en poesía, es de admirar, aplaudir, cuando nos encontramos con nuevas adiciones al arca marina de la lírica, un nuevo mar escriturado o una nueva venida del mar a nosotros para explicarnos, para expresarnos.



Cuántas lecturas nos ofrece «Yo siempre fui una isla y tú el océano». Un solo sentir de la poeta originó sus versos, pero son tantos los pensamientos que despierta, tantas las miradas… Como si fuera un hilo y empezáramos a tirar de él y nunca acabara, porque viene de un almacén inagotable de seda o de agua, y así un pensamiento se desarrolla, y a su vez se enlaza con otro y toma otro camino con uniones y cambios de dirección con un principio común. En el fondo ella también era lecho del mar, del agua que por no llegar a sus cavernas no la ocupó del todo. Ahora es más extensión, más grande, es un continente, tiene más tierra y por eso antes, rodeada de tanta agua, deseó «por travesura o vanidad» serlo, ser continente o volcán. Ahora lo es, puede ir andando a la otra isla o continente. Pero sin agua muere, ¿qué es de la tierra sin el agua? No tiene océano, ni lluvia, el sol no tiene agua, ¿qué es de ella? Tal vez  sí hay agua, pero tiene que ir a buscarla lejos, tiene que caminar más ancha tierra: con cada experiencia, con cada tramo del camino andado, más aprendizaje, más saber y por tanto lo conocido le impone más exigencia. Cuanta más tierra, más agua necesita, o un agua más enriquecida, un agua nueva que la sacie.



Otra lectura pudiera ser que el lecho fuera él, y ahora la tierra desértica sea su huella: el recuerdo. Como dice Reyna en otro poema suyo, «los recuerdos nunca mueren, regresan».



El mar se levanta en símbolo. Reyna Esperanza Cruz simboliza con él a la persona de quien habla. Se alza en símbolo esencial, en significado y significante del ser humano: elemento de la naturaleza que nos ofrece todo lo que necesitamos para reconocer en él el sentir del ser humano, el mejor espejo, significante y significado como la palabra misma, el mar como palabra, como lenguaje, idioma, porque es la palabra misma, la palabra orgánica y a la vez ser vivo donde podemos dibujar y reconocernos por su similitud con nosotros. Tiene sonido, a diferencia del árbol; y también  tiene movimiento y tiene frutos; también regresa cuando se va, y crece y envejece y muere. Y por eso Reyna, mujer poeta que vive en una isla, se entronca con el mar como si fuera el tallo de un árbol, ella y el mar uno solo, para hablar de ella y para hablar de otra persona a través de un elemento que tanto se le parece. El mar le ofrece el lenguaje, las imágenes que ella necesita para transmitir con nitidez y fuerza sus sentimientos, sin esa imagen, sin el mar ella no podría transmitir la intensa realidad en todos sus vértices y cavernas.



Todos nos sentamos frente al mar, a todos nos abre las mismas puertas, aunque sea a caminos distintos, aunque nos diferenciemos después de abrirlas, pero siempre es la nostalgia, la tristeza, la seriedad, las que se desprenden de nuestros nudillos. No es difícil saber los sentimientos, el agua de una persona callada, sola o acompañada, frente al mar. Varias son las imágenes que Reyna Esperanza dibuja en el poema, y aunque todas son hermosas, serias y dignas, hay dos secuencias que se adhieren como estampas a nuestras cavernas: 1.- «ahora que el anunciado fin del mundo/ha llegado tan sólo hasta tus aguas/no soy más una isla/sino tierra», 2.- « florecida tan sólo porque es tierra/o tal vez la gaviota/que otea en su interior/buscando peces,/aquel ruido de olas/y halla nomás/desierto y lejanía». Estremece la imagen del océano retirándose, este modo suyo de expresar el desierto de la ausencia; y también la imagen de la gaviota que otea en las cavernas buscando peces, el misterio de conocer un mundo escondido por donde nunca hemos caminado o el  dolor de buscar la subsistencia donde ya no hay nada.



BENITA LÓPEZ PEÑATE

Poeta, narradora y dramaturga canaria

Sardina, Gran Canaria, marzo de 2018

ENTRADAS MÁS LEÍDAS

Imagen

ERNESTO